¿A qué altura se decide si el salto es de valiente o de suicida?
Estoy de pie, justo en el punto en el que quería, esperando a que la
realidad me abofetee de malas maneras, esperando a que me grite, no todo puede
salirme siempre bien.
Mirándolo desde tu posición, también te estoy mirando, te miro como si no
fuera a verte nunca más, como si algún día fueras a desaparecer, como las
flores que se secan, como los libros que se olvidan.
Te miro queriéndote y queriéndome en el mismo salto, de tu mano, y me
engancho a tu piel como si pudiera llevarme algo tuyo que nadie antes haya
conseguido arrancarte.
Me miras con la dulzura de un primer amor, como si todo el equilibrio
estuviera en tus ojos, y cada vez que parpadeas se tambaleara. Me miras y el
mundo entero tiembla.
Te miro y todo es lo que parece, aunque no lo sea, porque ahí fuera está
lloviendo y en nuestra pequeña casa no existe el invierno, te miro y nos
entiendo, y te encuentro mirándome con esa sonrisa de que todo va a salir bien.
Pero a veces tengo miedo, aunque contigo cruce sin mirar, aunque fume más
de la cuenta, o me arriesgue a volar, y te miro de reojo para que no me lo
notes del todo, y vuelvo a besarte, como si nos hubiéramos encontrado por
sorpresa, y estoy tan cerca de todo lo que quiero que creo que todo lo demás
está demasiado lejos, y al final todo está donde estás tú.
Pero a veces tengo miedo de no saber tenerte a medias, de quererte siempre
cerca y de los lunes, y tú vienes y me abrazas como si quisieras llegar al
músculo, como si supieras soldar huesos con caricias, y entonces se que vale la
pena encontrarte en lo que leo, en lo que escucho o en cualquier rincón en el
que hayas estado conmigo.
Entonces sé que vale la pena recordarte
como si no pudieras irte nunca, y nunca es siempre, todavía.